martes, 26 de agosto de 2008

La Estabilidad, la Trascendencia y los Valores Superiores

Por Alejandro Morales-Loaiza


“No podríais llegarles al alma, sino empieza por saliros del alma…”

Johann Wolfang von Goethe – Ur Faust


“La intención de todo el que escribe es ser leído. Sin reparar en quién ni como, busca ser leído. Incluso quien secreta y personalmente redacta un diario, en el fondo a gritos clama por que alguien lea y perciba algo de lo que siente en cada página”.

Alejandro Morales-Loaiza


Todos buscamos algo. Todo viaje por la vida tiene un destino que, aparte de aquel al cual bien tiene acostumbrada a la Humanidad la vieja Muerte, es posible aspirar en la ilusión de una existencia más allá de la propia, o bien en el cruel sofisma de una existencia terrenal eterna, la consecución de aquello que para nosotros constituya la clave de la propia realidad concreta, el nec plus ultra del ser terrenal.


Desde la aparición del Hombre en la Tierra, esa entidad material dotada de razonamiento que permite dominar y dominarse, le ha surgido un ansia más que natural de hallar una existencia dotada de propósito, de encaminar su esencia al encuentro de algo que constantemente le haga repetirse “estoy vivo”.


Buscando la supervivencia en sus primeros años, pasando por el deseo de elevación y la sublimación de su pensamiento, zigzagueando entre muchos intentos de desafiar al Supremo Autor, en la evolución (absit iniuria verbo!) de su presencia en el planeta el Hombre se ha encontrado provisto constantemente de valores supremos que, dotados por la Divina Providencia, han guiado sus destinos a la manera de la brillante estrella polar para los navegantes.


Si se considera que lamentablemente hoy en día proposiciones como “Pienso, luego existo” y la frase aristotélica de “No existe pensamiento no pensado por nadie” han quedado relegadas al baúl de los recuerdos y a la lengua descarnada de algún viejo filósofo, —salvo las veces en que se usan sosamente por alguien que quiere ataviarse de cierto histrionismo barato—, y si asumimos que ya la fulgurante luz estelar de los valores trascendentales se ha visto reducida a las cosas más elementales como la vida y la libertad, podemos notar con desgano que el ansia de la existencia del hombre moderno busca otro destino. Es así que posterior a este largo exordio llegamos al valor contemporáneo del hombre promedio: La estabilidad.


La estabilidad, per se¸ no constituye ningún valor; la trascendencia tampoco. De los valores superiores, afirmaremos por tales a aquellos que el Derecho Natural inspira, aquellos que basándose en la esencia permanente de lo que es justo provee Dios a todos los hombres (o la Naturaleza, para los no creyentes).


La estabilidad, como cualidad de lo que es estable, debe ser entendida a los efectos de la presente reflexión como aquello que el hombre busca en su afán por gozar en cada ámbito de su vida de una sucesión uniforme, cómoda y sostenida de hechos sin importancia que le permitan una existencia pacífica y desentendida de problemas e incertidumbres. Para hacernos entender mejor, bástese preguntarle a cualquier persona de edad media sobre aquello a lo que aspira: un trabajo estable, un ingreso económico estable, una relación sentimental estable, en definitiva, una vida estable.


Cierto es que a nadie luce atractiva la idea de soportar las incertidumbres de una pareja indefinida e insegura, ni las vicisitudes de un empleo del que puede ser despedido en cualquier momento, es así que preferir la inestabilidad no corresponde a un pensamiento natural del ser humano moderno; rayaría en la temeridad. El problema surge cuando nos conformamos con llevar una vida estable y sin trascendencia, a la manera de aquel que ha trabajado durante años en el mismo lugar, haciendo lo mismo y que finalmente se jubila para pasar sus últimos días viviendo de la renta… cuando muera será como si nunca hubiese existido. Partiendo de considerar que la estabilidad no constituye valor alguno, podremos afirmar que se puede tener una vida, buena o mala, pero estable. Entre lo bueno, lo malo y lo feo, el conformismo estable es verdaderamente horroroso. Basados en esta estabilidad conformista, muchos prefirieron morir solos antes de aventurarse a alguna relación. A confesión de algunos de mentalidad pobre, la felicidad se les hace tan efímera y el amor tan pasajero que se les hace mejor vivir la insípida soledad que no le trae tantos quebrantos a su alma. Les entendemos en cierta medida, cualquiera no se siente lo suficientemente capaz como para trascender amando sin medida y sin engaño… como amó Jesucristo, como amaron otros que siguieron su ejemplo y como han sido recordados muchos por haber amado hasta el final.


Pero, lejos de cualquier pensamiento romántico, del que sabemos a muchos empalaga, centrémonos en la trascendencia. La trascendencia en purismo filosófico entiéndase por aquello está más allá de los límites naturales y desligado de ellos, y para el verbo del presente ensayo trascender implica dejar una huella en la existencia más allá del límite natural de la muerte. En términos prosaicos trascender implica ser recordado más allá del novenario y la misa que todos los años se hace a los difuntos, aquellos que incluso su propia familia olvida bajo efecto del tiempo, por no haber logrado nada más que una existencia cómoda y el primer premio en un torneo local de dominó. Otros errátilmente asimilan la trascendencia a la fama y la fortuna, en aquella efímera gloria que marca el ascenso y la caída del que se endiosa por alguna habilidad distinta de la de pensar elevadamente, y al que la sociedad cruelmente aparta en el primer fracaso.


Lo curioso de todo radica en que, como la trascendencia no encierra un valor de por sí, ergo no nos resultaría lícito disertar sobre una manera ideal de alcanzarla, al tiempo que tampoco podríamos aportar nada definitivo sobre la estabilidad, ansiada por algunos y disfrutada por otros. Particularmente en Venezuela la estabilidad y la trascendencia van de la mano con la carrera política; muchos procuran hacerse de un cargo de elección popular o de nombramiento oficial para pasar a la memoria colectiva mediante la declaración de algo supremamente estúpido, la satisfacción de un interés superior o unos quince minutos de fama hablando en televisión, amasando por demás grandes fortunas del erario público para garantizarse estabilidad hasta la quinta generación. El poder seduce igual al pobre que al rico, pero no seduce al sabio. Procuremos, pues, ser recordados por ser buenos, y preferir esto a trascender por accidente… incluso es menos indigno trascender por maldad que podrirse en el ostracismo…

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